DISQUISICIONES DE SALA DE ESPERA
Sí, ya sé, eso de ponerse a
pensar cualquier cosa en una sala de espera es cosa de viejos, para evitar eso
ahora existen los celulares, laptops, tablets, notebooks y todos los elementos
de la parafernalia tecnológica siglo 21 (hoy en día ni siquiera se escriben con
números romanos, todo se simplifica al máximo). O sea, cualquier cosa menos un
buen libro.
Claro, ustedes pensarán
“¡ufa, otro jovato insufrible que no se adapta y jode con que todo tiempo
pasado fue mejor!”.
Por partes: sí; bueno, más o
menos; no.
Realmente soy un jovato
insufrible por aferrarme a mis convicciones y costumbres y oponerme
sistemáticamente a lo que vaya contra el sentido común, que es más o menos
común a toda la gente. Por ejemplo: si estoy conversando con alguien sobre un
tema importante (en general, no suelo conversar si el tema no es interesante,
basado en aquello de que no pronuncies palabra si no tenés para decir algo que
supere al silencio) y viene la esposa, o el hijo, o el vecino de al lado de mi
interlocutor y en el medio de nuestra plática (los deportistas usamos mucho
esto de platicar, sobre todo en el Extremo Oriente) nos interrumpe sin saludar
ni esperar una pausa del diálogo, para preguntarle si trajo el matambre de la
carnicería, o porque precisa 100 mangos para los boletos o para pedir prestado
un martillo, no me digan que no es una actitud de total mala educación,
universalmente reprensible.
Bueno, y entonces, ¿qué otra
cosa es lo que hacen los celulares, teléfonos móviles, blackberries, Blueberry
Hills, smart-phones y algún otro elemento que puede escapárseme ahora? Con el
agravante de que el interlocutor no sólo que interrumpe inmediatamente el
vínculo para centrarse en el instrumento diabólico que sea, sino que además,
aunque el motivo de la llamada sea tan banal e irrelevante como los arriba
citados, permanecerá seguramente ingentes minutos adherido al adminículo
comunicador antes de resolver el asunto.
Por eso, y por culpa del uso
que les dan a los celulares los integrantes del estadío actual de lo que se ha
dado en llamar especie humana, tengo mis reservas, por no decir un ODIO
profundo hacia tales artilugios. Ayer, casualmente, se me cayó el mío adentro
de la piscina y… ¿cómo?... Claro que tengo, pero lo uso para lo que fueron
ideados, o sea llamados urgentes, necesarios e imprescindibles. Por supuesto
que lo apago religiosamente todas las noches, y es muy frecuente que salga de
mi casa y me lo olvide en cualquier lado, sin verme en absoluto afectado moral
ni síquicamente.
Digresión. No soy un
infatuado y agrandado. Mi casa tiene piscina porque era la que me servía y pude
comprar, la piscina vino como un adorno en el fondo y sale más barato
mantenerla que, dado el caso, llenarla de tierra y plantar zapallitos. Además
la huerta también hay que mantenerla, así que no se habla más del tema. Los que
me conocen saben que no es mi estilo andar haciendo alarde de que tengo esto o
lo otro, ya sea piscina o 197.5 de coeficiente intelectual. Y los que no me
conocen, si no me creen, me importa un carajo, ¿me entendieron, nabos de
mierda?!!
Retomando. El celular (eso
sí, un Sony del siglo pasado, el 20 creo que era) se me cayó (lo ideal sería no
que se cayeran sino que se callaran) en el curso de justamente las tareas de
mantenimiento de la piscina, en forma totalmente accidental. Claro que si se lo
cuento a mi psicólogo seguramente va a interpretar que fue un típico acto
fallido – cuando en realidad fue un acto fallado –, seña de que mi
subconsciente desea fervientemente desembarazarse del pobre aparatito.
Y lo de adaptarse, a ver…
Tengo celular, ordenador (que no me sirve de mucho, porque el resto de la
familia desordena todo), conexión a Internet, DVD con Home Theater, y un par de
cosas más. Pero me niego a que me pase lo que a un amigo, que estuvo en la
U.S.A. y por supuesto se compró el último grito en celulares, un super-dúperman
que le salió baratísimo pero que tiene tantas funciones que cuando quiso hablar
por teléfono no pudo, porque tenía que dar tantas vueltas por el X-tree del
software para encontrar la ramita sobre la que yacía la función teléfono, que
se entregó y desistió. El último grito que era el celular resultó ser: “para
qué mierda me compré esto!!!!”.
Sí, tienen razón, por
supuesto que tenía el manual correspondiente. ¿Ustedes intentaron alguna vez
leer el manual de cualquier avance tecnológico que hayan adquirido en los
últimos, digamos, veinte años?
Primero. Los traductores del
inglés que utilizan los mercaderes del producto son todos provenientes de
alguna isla del Caribe, mano de obra barataza, ¿viste? Por lo que para entender
el manual se precisa un diccionario caribeño-rioplatense. No los he encontrado
en la red.
Segundo. La longitud del
texto a leer equivale en tiempo de lectura – y la correspondiente consulta al
diccionario – a la de las obras completas de Corín Tellado. Por lo que lo
entiendo a mi amigo, que le encontró el mejor uso a su celular super-dúperman:
para no sufrir la auto-afrenta de tirarlo directamente a la basura, lo pegó
debajo de la pata más corta de un banquito que tiene para sentarse bajito al
prender la estufa a leña.
Y estos son sólo 23 tomos... |
Y, finalmente, no pienso que
todo tiempo pasado fue mejor. Antes yo no podría estar rememorando esta
disquisiciones, escribiéndolas acá al tiempo que escucho el triple concierto de
Beethoven en mi PC. Antes estaría jugando al tute chancho con mis amigos,
mientras escuchábamos el concierto en fa de Gershwin en un combinado
radio-tocadiscos. Antes estaría yendo a la biblioteca a consultar algún tema, y
no tendría Internet a mano para buscar, a modo de ejemplo, qué quiere decir
nomofobia.
¿Ustedes saben qué es la
nomofobia? Me parecía. Gugléenlo, van a ver qué interesante.
Ah, claro!,
ustedes deben haber quedado preocupados por el destino de mi celular, perdón
por tenerlos en ascuas todo este rato. Aunque pensándolo bien, debe haber
servido para que leyeran hasta el final. Les cuento: lo desarmé, saqué batería
y chip, lo sacudí enérgicamente hasta que dejó de largar agua y puse todo al
sol (10 – 11 de la mañana). Cuando ya casi no lo podía agarrar de la calentura
que tenía (el celular, yo no llegué a calentarme por el antedicho odio que les tengo), lo llevé a la sombra y cuando lo pude asir nuevamente lo sometí a
prolongadas sesiones de secador de pelo, en forma general pero haciendo
hincapié en las múltiples rendijas y vericuetos que tienen en su cuerpo esos
individuos.
Como seguía
amagando arrancar pero se quedaba – estaba como en pedo, hacía unas cosas de lo
más graciosas, multicolores, en su pantallita -, seguí el consejo de alguien
que no me acuerdo y lo sumergí unas 5 – 6 horas en un bol con arroz crudo,
Saman parboiled de bolsa marrón (por las dudas, ya que no me consta que con
cualquier marca de arroz funcione). De donde surgió totalmente recuperado,
conservando todos los datos de contactos, mensajes, llamadas, etc., que si bien
no sobrepasan los 20 – 25 en total no creo que el número influya sobre la
conservación. Por el contrario, lo que influye sobre el número es la
conversación.
Doble moraleja:
a) se puede recuperar un celular empapado en agua. Ya en vino, leche o líquido
céfalo- raquídeo no me comprometo.
b) se puede vivir
casi un día entero, y me atrevería a decir que más aún, sin celular que no p pasa absolutamente nada. Así
que déjense de joder y de ser nomofóbicos, se están complicando la vida al
pedo.
Quizás a ustedes les interese
saber en qué Sala de Espera se me ocurrieron estas cosas. Acá en casa, nomás.
La vida es eso, una simple Sala de Espera.